Subtítulo
¿Cuántas clases de culturas hay? ¿Acaso todas las expresiones humanas no hacen parte de la cultura?
Es portada?
false
Tipo de minisitio

Cristo Hoyos1 

El ámbito de lo que se denomina cultura incluye tanto el amplísimo campo de lo que conlleva el sello de “lo popular”, como ese mínimo espectro de lo conocido por nosotros como arte, en referencia al arte ortodoxo mal llamado “arte culto”. Si empleamos el término “cultura popular”, nos vemos precisados a dar respuestas a múltiples interrogantes: ¿Cuántas clases de culturas hay? ¿Acaso todas las expresiones humanas no hacen parte de la cultura? ¿Es correcto referirnos a una “cultura culta” y a otra que no lo es? Reflexionar sobre aquellos segmentos intuitivos y libres, que surgen o brotan de una sociedad, convertidos y luego valorados como genuinamente “populares”, también nos lleva a identificar qué, quiénes o cuáles son sus ingredientes, qué produce su gestación y por qué este producto con sello de popular se convierte o puede convertirse en arte en sí mismo o en motivo y fuente del arte actual.

En las sociedades estructuradas a partir de los procesos históricos de conquista y colonización, se identifica a los pueblos sometidos y dominados en la configuración de las bases de dichas sociedades, bases en las cuales se generan las manifestaciones más genuinas de lo que concebimos como popular. También, al interior de ellas, las dinámicas de los elementos de conformación se diluyen, entrecruzan y fusionan para complejizar la identificación de aquellos ingredientes catalogados y calificados como propios de los valores populares.

En este orden y si optamos por otras perspectivas, con una vista desde las metrópolis y los centros de poder de las economías hegemónicas, los productos culturales periféricos o de sociedades dependientes generalmente adquieren connotaciones que van desde los pintoresquismosfolklorismos y primitivismos hasta las simplificaciones que terminan reduciendo a postales de idílicos parajes a todo el Pacífico Sur, al continente africano a sociedades tribales con exóticas expediciones y safaris, y al Caribe y Suramérica, en general, al estereotipo de “repúblicas bananeras tropicales”.

Las actitudes hostiles hacia las expresiones populares de origen ancestral propiciaron, en algunas de ellas, su extinción; pero otras, antes que desaparecer, han sido inducidas a mutar o hibernar ante el rechazo, la descalificación y el desconocimiento. Todavía en el siglo XX, desde el organismo institucional responsable de la educación del pueblo colombiano, Luis López de Mesa argumentaba que: “[…] la mezcla de indígenas y afrodescendientes es un error fatal para el espíritu y la riqueza del país”.2 Estos criterios y filosofías descartaban tajantemente la posibilidad de que todo aquello que se gestara o proviniera de lo mestizo tuviera acogida o fuera considerado como parte integral de la cultura nacional y mucho menos que lograra el rango de culto o civilizado. Es necesario recalcar que los fenómenos generadores de expresiones, valores, maneras, actitudes, pensamientos y saberes de los pueblos mestizos, igual que sus productos, eran vistos como una afrenta a los ideales que habían orientado al hombre y a la cultura occidental en sus planteamientos y búsquedas de la perfección y de los patrones estéticos.

En Colombia y en toda la América Latina conquistada y colonizada, los programas educativos y de fomento de la cultura se implementan como estrategias específicas con objetivos muy claros, a través de las cuales se establecen, en estructura jerarquizada, los cánones e ideales europeos para el arte y se desconocen las expresiones de una nueva sociedad que ya no es india ni negra pero tampoco blanca. Se trata de una educación inadecuada que busca simular a la cultura europea, como si los sistemas educativos en América Latina se diseñaran para dar continuidad a una cultura precolombina hegemónica y se sustentaran en la premisa de que todo lo que no es indígena puro debe ser considerado como advenedizo.

Los nuevos pueblos de América y específicamente los que pertenecemos a la cuenca del gran Caribe, los “pueblos del mar” como los denomina Antonio Benítez Rojo,3  conformamos el sumun del mestizaje en la actualidad, es decir, somos plurilingües, multirraciales, de ritualidades diversas, de saberes alternos y muchas veces opuestos, con tiempos históricos no lineales, dispuestos en un espacio particularmente complejo y habitado por una masa racial multiforme que ha sido sometida al ocultamiento, las prohibiciones y las marginaciones tanto económicas como políticas.

Traer a cuenta estas consideraciones es pertinente porque además de la distancia entre lo que denominamos Arte —arte culto— y la producción intuitiva, espontánea y libre de los pueblos rasos —arte popular—, a este último, a pesar de que se le da un apelativo despectivo, pobre y elemental, debemos referirnos como el motivo y la fuente de los cuales se nutre en la actualidad el arte contemporáneo. Además de la extrapolación de los dos conceptos en el proceso de conformación de lo nacional, lo popular ha sido esquematizado y reducido a términos como: “vulgar”, “primitivo”, “ingenuo”, “tradicional”, “local”, “pueblerino”, “montuno” o “provinciano” y, posteriormente, los extranjerismos naif y kitsch lo han colocado por debajo y a distancia del considerado “gran Arte”, para no mencionar la compleja y descalificadora terminología criolla de vocablos como “corroncho”, “lobo” o “mañé”.

Entonces, ¿por qué motivo el arte actual y contemporáneo desea y necesita acercarse y nutrirse de esas expresiones discriminadas y marginadas sin invalidarse? ¿Por qué los espacios reservados celosamente al más genuino arte moderno y contemporáneo consideran pertinente una exhibición de arte primitivo paralela a las expresiones más vanguardistas? Por supuesto que esto no es un fenómeno actual ni original de nuestros tiempos, tampoco podemos atribuirlo a una tendencia nacional, ni mucho menos universal. En todas las épocas, artes y hasta las ciencias más precisas, podemos notar que ese retomar o apoyarse en los conocimientos y sabidurías populares (cantadas, escritas, talladas, trenzadas, dibujadas, bailadas, tejidas, cocinadas, pintadas, construidas, tocadas, interpretadas), practicadas y ejecutadas por los estamentos-pueblos de las sociedades, vividas o sufridas por los infraestratos de las sociedades, ha sido el punto de partida de grandes logros y ponderados movimientos científicos, estéticos, literarios, musicales y culturales de las civilizaciones sin importar las nacionalidades ni los regionalismos.

Sería un amplio y largo recorrido el seguimiento a los procesos cíclicos de conformación de filosofías y pensamientos, que se inician paradigmáticos en su momento, seguidos luego de propuestas vanguardistas que finalmente terminan institucionalizadas —renacimiento, humanismo, constructivismo, modernidad, posmodernidad, contemporaneidad, etc.—, las cuales, antes de sucumbir y ser consideradas anacrónicas, fueron más actuales, innovadoras, plurales o políticas y menos puras o mestizas.

Durante los períodos colonial y poscolonial se identificaron los productos artísticos realizados por autores no profesionales sin formación académica y el adjetivo primitivo se ajustó más a las cualidades, carencias y deficiencias de las expresiones estéticas. Muchas pinturas y tallas realizadas lejos de las metrópolis terminaron siendo consideradas como primitivas por no alcanzar los niveles, ideales u objetivos propios de las representaciones del natural que buscaba el arte europeo en esos momentos.

Dentro de este criterio, se ubicaron las tallas de los tradicionales santos de palo típicos de los pueblos de la gran cuenca del Caribe. A pesar de que existe claridad en que los ejecutores de este oficio no buscaban inspiración en otros artistas, ni cumplir con cánones o proporciones establecidas, sí asumían una interpretación independiente o una concepción personal de las representaciones tanto de las imágenes como de los pasajes de una religiosidad sincrética.

Los santos tallados han proliferado en Cuba, Santo Domingo, Haití, Centroamérica, Venezuela, el Caribe colombiano y, especialmente, en Puerto Rico, como expresiones populares que dejan ver concepciones marginales de lo sagrado y lo profano, escenarios por excelencia de los encuentros interétnicos y en donde la relación entre el arte y la vida puede ser más estrecha que en ninguna otra parte. No se trata de un énfasis en lo geográfico y lo político por demás prioritario, pues estos íconos culturales portan elementos de gran importancia para el arte actual como son los referentes raciales, de género y clase, la marginalidad, la corporalidad, la espiritualidad, la religiosidad, la creación colectiva y anónima, y las resistencias culturales, que persiguen consolidarse como válidos en lugares, contextos y memorias. Estas prácticas, realizadas durante los siglos XIX y XX y que continúan en la actualidad aunque distantes de los remoquetes de lo colonial y virreinal, sin pretender justificarlas desde una sociología del arte como pilares identitarios y con la amplitud con que hoy se abordan los estudios culturales, sí nos permiten considerar los íconos populares desde una perspectiva estética, histórica y acorde con el interés con que las expresiones de las culturas primitivas y el arte popular han nutrido la modernidad del siglo pasado y la contemporaneidad del actual. No por casualidad, al inicio de los años setenta del siglo XX, Marta Traba afirmaba:

Por consiguiente, la mezcla de arte y vida que se está realizando a niveles de los grandes centros urbanos, es enteramente desconocida en nuestro medio; por eso cuando encontramos una forma de arte como el de las tallas puertorriqueñas (sic) y de todo el Caribe, donde no solo se percibe y se comprende esa mezcla, sino que se adelanta un siglo en el tiempo, se vuelve a experimentar la sensación de que América es potencialmente apta para expresarse y que en tales expresiones se prefiguran y anticipan muchos comportamientos estéticos que han sido apenas ahora desarrollados por la cultura europea y norteamericana.4 

Marcial Alegría

En el humilde pero fantástico pintor, ceramista, tallador y soñador que ha sido Marcial Alegría (1936), podemos encontrar el eslabón para conectar el pasado precolombino, que hiberna mimético y fortalecido, con la modernidad, el sustrato sólido para las creaciones artísticas del futuro en el Sinú, y el inicio de un primer capítulo para bocetar la historia de las artes y la estética local y regional, que requieren ser complementadas, continuadas y sobre todo, rediseñadas para abordar los estudios visuales y culturales que nos permitan un reencuentro y un reconocimiento más coherente con nosotros mismos en la actualidad. Marcial Alegría es descendiente al parecer de japoneses (¿?) que llegaron, a finales del siglo XIX, hasta el valle bajo del Sinú entrando por Tolú al puerto de Coveñas mezclados con población nativa de origen Zenú. Durante su infancia campesina y de acuerdo con la tradición de este oficio en su natal San Sebastián, se inició como ceramista siguiendo los pasos de sus padres Gabriel y Adriana. A partir de la experimentación con la temática y la técnica ancestral surgieron sus primeros trabajos: Cristos crucificados, Vírgenes dolorosas, santos implorantes y algunos mártires del santoral católico que posteriormente continuarían un gran número de miembros de su familia y artesanos del corregimiento perteneciente al municipio de Lorica (Córdoba).

Al acercarnos y reconocer la obra de Marcial Alegría como primitivista, se suscitan, una vez más, las reflexiones sobre el arte popular o el arte no académico. La sola forma para referirnos a este es diversa: arte primitivoprimitivismo y arte ingenuo o ingenuista aunque, en los círculos más especializados, se le reconoce con el término francés naïf, que significa ingenuo y procede del latín nativus. En lo personal, me distancio de estos términos cuando llevan implícita una valoración de elementalidad tanto del objeto estético como de su estructura interior. Me acojo a la postura de considerarlo como un arte profundamente sincero, una expresión afín con un medio determinado y particular o con la condición espontánea pero honesta del individuo que posee una alta necesidad de expresión a pesar de carecer de una formación académica.

La precariedad del contexto, las circunstancias de vida y el mismo ingenio recursivo para la fabricación de su propio instrumental de trabajo nos hacen evocar, guardando la distancia y las diferencias, por un lado, al maravilloso y extraordinario artista venezolano Armando Reverón —el nuestro en San Sebastián frente a la Ciénaga de Momil y este frente a la playa de Macuto— y, por el otro, a los reconocidos pintores populares de Haití y República Dominicana, todos ellos del Caribe. Pictóricamente Marcial Alegría se inició aplicando esmaltes sobre superficies diversas, como cartones, láminas de triplex, lata o zinc, tablas y muebles, artefactos, enseres y baúles con brochas y pinceles, que él mismo fabricaba de trapos, plumas o pelos de animales domésticos. Las barcazas y los volcanes de fuego, lodo o ceniza fueron los temas recurrentes en su producción inicial, que terminó desperdigada en manos de coleccionistas de las Antillas Holandesas. Luego la gama de pretextos para dar rienda suelta a su delirio por el color se amplió e incluyó la plaza del pueblo, las canoas en el río, los paisajes de infancia con árboles multicolores atestados de garzas, las corralejas, los fandangos, los matrimonios, las chivas y los buses con las gentes que emigraron a Venezuela durante los años sesentas, esos primeros desplazados que el país nunca vio, pero que Marcial Alegría registró para enfatizar el éxodo y sus móviles insertando textos con opiniones críticas como parte de las obras, a la manera de los exvotos mexicanos, ese arte espontáneo y popular que inspiró a Frida Kahlo.

Y puede ser precisamente esa postura frente a una realidad socioeconómica precisada en el tiempo, la que podría mermar la condición ingenua de la personalidad y la obra de Marcial Alegría, si se considera esta estrictamente necesaria como requisito para una creación primitiva que dé como resultado solo representaciones idealistas y paradisiacas; sin embargo, la espontánea compulsión por el color, la ausencia de inspiraciones y apoyos fácilmente identificables y el rústico y precario instrumental para su técnica simple lo han llevado, casi inconscientemente, a construir con los años, a manera de caligrafía reiterada, su fantástica y candorosa rúbrica.

Como cientos de haitianos y dominicanos, que acogieron la manera ingenua y primaria para expresarse y que la convirtieron en sello de identidad nacional o en tabla de salvación y supervivencia ante la proliferación posterior, Marcial Alegría tampoco ha sido único en su estilo en el contexto regional y nacional. Desde la década de los setentas sus obras, expuestas al lado de Noé León y Sofía Urrutia en la galería El Callejón de Bogotá, gozaron de reconocimiento y acogida por muchísimos seguidores de su estilo y del interés por parte de coleccionistas de Suiza, Canadá, Estados Unidos y de su propio país. El espacio expositivo acondicionado por Hans y Lili Ungar, al lado de su Librería Central, posiblemente hizo eco de una tendencia no solo nacional, en la que influyeron factores como las nuevas filosofías y las modas posteriores al Mayo del 68 francés con replanteamientos estéticos y, sobre todo, el gran reconocimiento y la trascendencia alcanzados por el artista francés Henri Rousseau, quien fue conocido con el apodo de el aduanero por su oficio de guardia o inspector de aduanas, con su estilo naif. El género se expandió en Colombia con figuras temporales y algunas muy pasajeras como Román Roncancio, Luis Fonseca, Henry Arias, Irma Brownsky, el tallador Juan de la Cruz Saavedra, María Villa, José Joaquín Barrero, Diógenes Bustos, Graciela Álvarez, Marco Tulio Villalobos, Camilo Alberto Cardona y el también destacado escritor Celso Román, entre otros, y logró el reconocimiento y la aceptación como secuela comercial, la misma que descubrimos en la pintura clásica y académica —atestada de frutas, flores, mariposas, instrumentos musicales, aves exóticas, bodegones y paisajes— aunque no por eso ha sido ignorada y desconocida en los medios del arte. Es bien sabido que los mejores exponentes del arte primitivo en todo el mundo han tenido que ver con oficios sencillos y ocupaciones humildes: campesinos, mineros, obreros, leñadores, ebanistas, panaderos, zapateros, pescadores, trotamundos, rebuscadores, amas de casa o presidiarios, que dejan entrever en sus vidas una espiritualidad y unos propósitos distanciados de pretensiones académicas más ajustadas a personalidades independientes que han sido indiferentes a los estrechos circuitos estéticos de la modernidad.

Huelga decir que no todo el arte conocido como primitivo tiene su inspiración en lo campestre y en lo rural, pero sí ha sido ese el ámbito del cual se nutrió con más frecuencia el género, no solo en los artistas nacionales sino también en los latinoamericanos. Paradójicamente, grandes figuras del arte moderno construyeron sus obras y definieron personalísimos estilos con fuerte presencia actual a partir de estéticas populares con el marcado sello de lo urbano, como es el caso de Beatriz González, Hernando Tejada, Antonio Samudio, Juan Camilo Uribe, Álvaro Barrios, Maripaz Jaramillo, entre muchos otros.

Finalmente, en una actualidad globalizada, donde es casi imposible aislarse ante la multiplicidad de canales y redes de comunicación, en algunos espacios del panorama nacional por características propias de su pluralidad cultural y de un fraccionamiento estrictamente geográfico, encontramos las más puras y originales expresiones realizadas, por creadores anónimos e “incontaminados”, sin más pretensiones que el placer íntimo y el seguro autodeslumbramiento ante sus propios logros efímeros. Para ellos es suficiente un muro, el interior de un bus, cualquier elemento natural como las ramas de un árbol, una piedra, un trozo de madera o su propio cuerpo y, sin necesidad de acudir a sofisticadas tecnologías o emplear profundos procesos intelectuales, construyen parte de la piel de una sociedad, que a pesar de la ingenuidad, no es solo apariencia.

Referencias bibliográficas

1 Sahagún, Córdoba (1952). Artista plástico y visual, investigador e historiador egresado de la Universidad Nacional de Colombia. Es gestor, miembro fundador y curador del Museo Zenú de Arte Contemporáneo MUZAC de Montería –Córdoba (Colombia).Volver arriba

2 Luis López de Mesa, Los problemas de la raza en Colombia (Bogotá: Biblioteca de Cultura, 1920), s.p.Volver arriba

3 Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite (Barcelona: Editorial Casiopea, 1998). Volver arriba

4 Marta Traba, Mirar en América (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2006), 194.Volver arriba

Bibliografía

  • Alfaro, Alfonso y María del Consuelo Maquívar. Corpus Aureum/Escultura religiosa. México, D.F.: Museo Franz Mayer-Artes de México, 1995.
  • Barreiro Ortiz, Carlos. De Sahagún al Museo Nacional: El organillo del señor Silgado. Bogotá, D. C.: Museo Nacional de Colombia, 2008.
  • Benítez Rojo, Antonio. La isla que se repite. Barcelona: Editorial Casiopea, 1998.
  • Calzadilla, Juan. “Testamento, morada y reino de la utopía-El Castillete de Macuto”. Revista Bigott, n.° 43 (1997).
  • Caribe Espléndido. “Las artes plásticas del Caribe colombiano al promediar el siglo XX”. Revista Aguaita, n.° 15-16 (2006).
  • Erminy, Perán. La libertad en grado de virtuosismo. Revista Bigott, n.° 39 (1996).
  • Exbrayat Boncompain, Jaime. Historia de Montería. Montería: Domus Libri, 1996.
  • Fuentes, Carlos. Viendo visiones. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 2003.
  • Garcés, José Luis. Marcial Alegría o lo maravilloso de lo simple. Montería: Ediciones El Túnel, 1978.
  • Henríquez, Cecilia. Los imaginarios y la cultura popular. Compilación de José Eduardo Rueda Enciso. Bogotá: CEREC, CODER, 1993.
  • Hermann, Sara. De códigos y merengues. Nueva York: Centro Cultural Eduardo León Jiménez, Santiago de los Caballeros, R. D.-Museo del Barrio, 2006-2007.
  • Hoyos Mercado, Cristo. Tambucos, ceretas y cafongos/Recipientes, soportes y empaques del antiguo departamento de Bolívar. Bogotá: Observatorio del Caribe-Ministerio de Cultura-Ediciones Gamma, 2001.
  • Hoyos Mercado, Cristo. Capítulo inicial para una estética en el Sinú. Montería: Museo Zenú de Arte Contemporáneo (MUZAC), 2006. (Inédito).
  • López de Mesa, Luis. Los problemas de la raza en Colombia. Bogotá: Biblioteca de Cultura, 1920.
  • Medina, Álvaro. El arte del Caribe colombiano. Cartagena: Secretaría de Educación y Cultura, 2000.
  • Quintero Rivera, Ángel. Vírgenes, magos y escapularios/Imaginería, etnicidad y religiosidad popular en Puerto Rico. San Juan: Centro de Investigaciones Sociales, Universidad de Puerto Rico, 1998.
  • Rubiano Caballero, Germán. Historia del arte colombiano, Vol. XI. Barcelona: Salvat Editores, 1983.
  • Serrano, Eduardo. Noé León. Bogotá: Seguros Bolívar-El Sello Editorial, 1999.
  • Traba, Marta. Mirar en América. Selección, prólogo, cronología y bibliografía de Ana Pizarro. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2005.
  • Traba, Marta. Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950-1970. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2005.
  • Traba, Marta. La rebelión de los santos. San Juan: Ediciones Puerto-Museo de Santos, 1972.
  • Wood, Yolanda. De la plástica cubana y caribeña. La Habana: Letras Cubanas, 1990.
  • Zaya, Antonio. Polibio Díaz/Interiores. Santo Domingo: V Bienal del Caribe, 2006.
Imagen principal Media
Pintura "Accidente en la vía" del artista Noé León
Imagen
https://d3nmwx7scpuzgc.cloudfront.net/sites/default/files/articulos/accidente-en-la-via-640x400.jpg
Fecha de publicación