Alvaro Delgado Guzmán
Periodista e historiador
Investigador, Centro de Investigación y Educación Popular, Cinep.
 

El repaso desprevenido de las principales luchas laborales colombianas del presente siglo nos proporcionó un aserto que merece un comentario: prácticamente todos los momentos de viraje estuvieron acompañados de un cambio relevante en el curso de la política nacional y, a la vez, del empleo de la fuerza.

Es lugar común decir que por la Costa Caribe penetraron los elementos de la transformación del país: los colonizadores del siglo XVI, las máquinas de "minear" del XVIII, las instalaciones completas de ingenios azucareros y plantas textiles de los siglos siguientes, y hasta los primeros educadores políticos de los trabajadores colombianos. Resulta sugestivo que el primer intento de acción obrera organizada se presentara también en la Costa y durante el único gobierno progresista habido antes de los liberales de los años treinta. La zona neurálgica del conflicto laboral en los tres primeros decenios del presente siglo estuvo localizada en el mismo escenario, con el río Magdalena como su eje. La primera oleada huelguística de pretensiones nacionales y el intento inicial de hacerse a una organización de cobertura nacional datan de fines del decenio de 1910, al término de una Guerra Mundial que arrojó sobre las costas americanas a decenas de activistas sindicales europeos. La década de 1920 está ocupada enteramente por la obsesión obrera de ganar autonomía política y conquistar una representación gremial de escala nacional. Tormentosas huelgas petroleras consiguen estremecer a la opinión pública y una efímera Confederación Obrera Nacional surge al calor de los escarceos socialistas, pero todos los esfuerzos terminan con la derrota final del movimiento bananero de 1928 y la desintegración del prestigio del régimen conservador al año siguiente, en la conocida jornada estudiantil del 8 de junio.

Si el movimiento sindical colombiano había incubado en las miserias de la guerra de 1899 y su trágico epílogo, la separación de Panamá, la crisis mundial de 1929 cambió el panorama completamente. Los fusiles de Carlos Cortés Vargas en la Zona Bananera y la crisis económica extinguieron la espontaneidad y el mutualismo de las acciones obreras. Los mismos obreros, como tales, desaparecen de la escena y en su lugar las calles de las ciudades se llenan de desocupados y hambrientos. Fue una forma de expresión de la nueva vida urbana del país. No eran ya los labriegos de la guerra de los Mil Días que se habían arrancado el uniforme para no delatarse y andaban en los caminos en busca de un mendrugo de pan. Eran propiamente las gentes empobrecidas de las zonas urbanas, no pocas de las cuales habían nacido ahí mismo. Los liberales radicales y los socialistas de la época volvieron sus ojos a ellas, las acompañaron en las "marchas de hambre" de 1932, y solamente en la penetración de esas filas descompuestas encontraron de nuevo a los obreros.

Había terminado el proceso de germinación y desarrollo de las organizaciones sindicales, y de sus mismos protagonistas. El rápido ascenso de las fuerzas productivas nacionales era un hecho desde la década anterior, y las administraciones liberales se sintieron obligadas a identificarse con los nuevos vientos de la historia. En 1931 se expide la primera ley protectora de los sindicatos y, desde entonces y hasta 1948, cuando comienza en firme la Violencia, el crecimiento orgánico del mundo laboral y la institucionalización de sus luchas son fenómenos incontrovertibles.

En 1936 se crea la primera confederación sindical estable, la CTC, que rápidamente gana influencia e impulsa todo un proyecto político amarrado al Estado y sobre todo al gobierno de Alfonso López Pumarejo. Liberales, socialistas y comunistas se suben a ese tren de la democracia, solitario en nuestra historia contemporánea, y pese a sus discrepancias obligan al empresariado, siempre de la mano de las leyes, a reconocer la existencia de los sindicatos. En 1944-1948, en medio de gran auge económico, se creó más de la mitad de los sindicatos que aparecieron desde principios de siglo, y en julio de 1947 se conocieron los resultados del primer censo sindical del país, promovido por mentalidades progresistas. Los asalariados ganaban un lugar en el pensamiento colombiano.

A mediados de los años cuarenta, al estímulo de la lucha contra el fascismo y la victoria final de los aliados en la Guerra Mundial el avance de las fuerzas del trabajo fue general en el mundo. Esto pudo alarmar a los sectores moderados del liberalismo y al mismo López, y una nueva coyuntura de fuerza apareció en el horizonte. La huelga general que los estibadores pretendieron sostener a fines de 1945 a lo largo del tramo navegable del río Magdalena fue ilegalizada y desbaratada para sentar un precedente: el de que la autoridad no proviene de las fuerzas sociales, por altivas que ellas aparezcan, sino de los aparatos que manejan el Estado. En realidad, el conflicto en el río estaba tan aislado socialmente como el de la Zona Bananera diecisiete años atrás. La mejor prueba de ello fue que su desbandada coincidió con la pérdida del poder por el partido liberal. En 1945 culminó el matrimonio de ese partido y el movimiento obrero y acabó la era del sindicalismo heroico.

Los doce años transcurridos entre la derrota de los navieros y la caída del gobierno de Rojas Pinilla son los peores que ha soportado el sindicalismo colombiano. En 1946 se quebrantó definitivamente el esfuerzo unitario que se había mantenido desde 1919, y nació la organización sindical más caracterizada y coherente que ha tenido el país: la UTC. Afincada en un tipo de sindicalismo que es tolerado por el capital, el de base o empresa, en su haber pudo mostrar realizaciones del régimen tales como el ISS, el Sena, Paz del Río, las cajas de compensación familiar y el ICBF. Sin embargo, el reino de la Violencia, más que sofocar a una CTC corroída por la manipulación partidista y proteger a una UTC levantada frente al nuevo proceso de industrialización, enseñó a los trabajadores su intolerancia y el recurso de la fuerza. Pese a todo, el grueso del sindicalismo escapó de la tutela de los partidos. Rojas fracasó en el empeño de crear una organización obrera obediente a su fórmula corporativista; la Iglesia --que sólo trabaja para su proyecto universal-— le sacó el cuerpo a la retorcida Confederación Nacional de Trabajadores y avanzó al lado de la UTC, y los mismos dirigentes sindicales rojistas terminaron por volver la espalda al dictador. En los años finales de la dictadura militar, organizaciones enteras de la CTC renacieron con la ayuda solidaria de líderes que momentáneamente habían sido ganados por la prédica de sabor peronista. Finalmente, a partir del ingreso de Tulio Cuevas a la presidencia de la UTC en 1963, se opera la transformación más significativa: los sindicatos proclaman su derecho a desarrollar una política autónoma, independiente de los partidos políticos. Por eso durante el Frente Nacional el sindicalismo se convirtió en un fenómeno incómodo al cual, sin embargo, era conveniente asignarle un lugar en la vida social.

La huelga que alrededor de quince mil azucareros del Valle del Cauca adelantaron en julio de 1959 marca el inicio de un nuevo ciclo de luchas obreras. Como en 1928 y en 1945, la huelga fue derrotada y su incidencia marcó el descenso de los conflictos laborales en ese departamento, hasta entonces a la cabeza de la resistencia popular al avance de las ideas antidemocráticas. Pero, a diferencia del pasado, el movimiento sindical no se detuvo. Simplemente se trasladó a otros escenarios. Se concentró en Antioquia, Cundinamarca y Santander, y penetró en las comarcas de la periferia donde el desarrollo económico y político tomaba renovado impulso: Guajira, Arauca, Meta, Casanare, Cauca, Nariño... Hacia 1974, cuando se inicia el desmonte del Frente Nacional, el sindicalismo parecía haber alcanzado su máximo desarrollo como mecanismo de lucha social. El viraje de 1974 es muy sugerente. Sumergido en la crisis mundial del petróleo, el país inicia la declinación persistente de su planta industrial en favor de las inversiones en el sector terciario de la economía. Es el único momento de cambio en que no aparece patente algún factor de fuerza externo, y sólo es dable observar el fortalecimiento impresionante del sindicalismo contestatario, ajeno a cualquier rasgo tradicional, y el ascenso sostenido del suceso huelguístico, que alcanzaría su máxima expresión en los años ochenta. Entre los años 60 y 70 el número de huelguistas aumenta apenas en 87%, pero en la década siguiente el volumen de los 60 se multiplica por ocho.

La década de los años ochenta conoció el cambio definitivo. La notoria desaparición de líderes de la manufactura, la construcción, la agricultura y la minería en los altos cargos confederales, con el consiguiente mayor peso comparativo de los empleados y los intelectuales de clase media, evidenció el distanciamiento del viejo sindicalismo gremialista. La concentración del poder en los sindicatos grandes y en las empresas y dependencias burocráticas del Estado distendió los amarres solidarios del movimiento entero. Jornadas de lucha como las de los azucareros, petroleros y cementeros de los años sesenta se volvieron impensables. En medio del fracaso de los intentos de crear sindicatos por rama económica, los asalariados de las empresas pequeñas y medianas no tuvieron ya quién defendiera sus intereses en el nivel nacional. La poderosa UTC, afectada por el fracaso de su proyecto de partido laborista y entregada a directores mediocres, acabó por enredarse en turbios negociados y se precipitó en una descomposición que a mediados de los ochenta la condujo a la muerte. Los sectores más lúcidos lograron sin embargo salvar del naufragio a la mayor parte del movimiento, y en un golpe de audacia erigieron en noviembre de 1986 la actual Central Unitaria de Trabajadores, la más representativa confederación laboral que ha tenido el país. La historia de la conquista de la organización nacional había recorrido una órbita completa desde sus pasos iniciales de 1919, pero el desastre final del mundo socialista y la irrupción rampante de la economía de mercado desarticularon las filas sindicales y colocaron una vez más al movimiento en situación de reflujo. En eso está hoy, buscando quizás una próxima coyuntura que no vaya acompañada de la fuerza y que permita la maduración de las nuevas tendencias que vienen abriéndose paso en la estrategia de los trabajadores, caracterizadas por el abandono de prácticas exclusivamente reivindicatorias y por el esfuerzo de fundir su lucha con la de las vastas capas de la población desposeída y los movimientos sociales contemporáneos: ecológicos, étnicos, culturales, de promoción de la vida y los derechos humanos.