Mauricio Tovar
Antropólogo, Universidad Nacional de Colombia.
Jefe de Servicios al Público, Archivo General de la Nación
 

La Corona española, desde el comienzo mismo de la Conquista, pretendió proteger la documentación generada por la administración indiana. Así, Francisco Pizarro recibió la orden de conformar archivos oficiales y que tal disposición se siguiera en todas las posesiones españolas. En consecuencia, Sebastián de Belalcázar ordenó hacia 1535 que se depositaran en un arca libros y registros de aquello relativo al gobierno de la naciente ciudad de Quito.

Años más tarde, hacia 1567, la Real Audiencia y Cancillería del Nuevo Reino de Granada dispuso la creación de un archivo, para evitar la pérdida de documentos a causa de los continuos incendios que se sucedían en los sitios de su custodia. En el Libro de Acuerdos de la Real Audiencia de Santafé, se precisa que por orden de Andrés Díaz Venero de Leiva, presidente de la corporación y gobernador del Nuevo Reino, "se tenga un archivo en el cual estén todos los papeles, cuentas y libros tocantes a la dicha Hacienda Real después que este Reino se descubrió y los que adelante se ofrecieren y hicieren de nuevo, porque de no se haber hecho hasta aquí ha habido grandes inconvenientes y no tan buen recaudo en los dichos papeles y cuentas como convenía, y se han quemado y perdido muchos por estar en buhíos y casas de paja..."

Como se sabe, una de las premisas sobre las cuales se apoya una efectiva política colonial es el conocimiento cierto de las costumbres, idiosincrasia, geografía y valores culturales propios del territorio ocupado. Mientras mayor conocimiento se tenga de los pueblos conquistados, más efectivo será su manejo. Fue Juan López de Velasco, el primer Cosmógrafo Real, quien hacia 1574 envió a las posesiones de España en el nuevo continente un completo "cuestionario" que debía ser diligenciado por funcionarios de la administración, y que pretendía averiguar por asuntos tales como el número de habitantes, sexo, estado civil, ferias y romerías, conventos, flora, fauna, ríos, antigüedades, personajes, minería, cultivos, etc. Estos interrogatorios, base de la estadística moderna, permitieron a España adelantarse por varios siglos en lo relativo a los sistemas censales y administrativos contemporáneos.

Una prueba del caos existente en los archivos se evidencia en el pleito promovido por Pedro Simón Olago, escribano del Número y Cabildo de Pamplona, contra Pedro Pablo Camargo, escribano Real y de Real Hacienda, por la entrega con inventario: "...sobre que me entregue todos los papeles pertenecientes a mi Escribanía por un formal inventario. El que me pague todos los derechos en que me ha perjudicado..." Un despacho real de octubre de 1764 requería que no se extrajeran "los libros y papeles que se hallan archivados en las oficinas reales"

A mediados del siglo XVIII, la Corona española dispuso la creación de un Archivo General en Sevilla, "...donde custodiados y ordenados debidamente, al cargo de Archivero propio y Oficiales, produjesen la mayor utilidad posible" (Ordenanzas del Archivo General de Indias, 1790). Igualmente, muestra preocupación por la correcta organización de los archivos de sus posesiones en América. Con real cédula del 19 de julio de 1741 se ordenó a los virreyes que dispusiesen que los alcaldes mayores y justicias conformaran relaciones de los nombres, cantidad y condiciones de los pueblos de su jurisdicción, del estado de las misiones y de las visitas. En un oficio dirigido al arzobispo de Santafé, en 1800, podemos ver que, haciendo alusión a tal disposición, el Consejo Supremo de las Indias pide que se custodien con reserva los documentos y que se impida su venta como papeles viejos, cosa que sucede frecuentemente.

Una de las más sensibles pérdidas de la documentación del Virreinato ocurrió en la noche del 28 de mayo de 1786, cuando una conflagración acaecida en el palacio del virrey consumió gran número de documentos, algunos de inmensa valía por su antigüedad. El archivo ocupaba precisamente dos habitaciones del edificio, las cuales se hallaban cubiertas de paños y tapices que contribuyeron a darle vida al fuego. En una confusión total, los documentos que se salvaron fueron arrojados a la Plaza Mayor, perdiéndose así mucho de su unidad documental original. Debido al inevitable desorden que se generó, hoy lamentamos encontrar expedientes fraccionados en dos, tres o más legajos, así como documentos del siglo XIX seguidos por otros correspondientes al siglo XVII, en un mismo legajo. A esto se añade el que en sucesivas administraciones republicanas se contrató el empaste de la colección del entonces llamado Archivo Histórico Nacional y los contratistas llegaron incluso a utilizar la mano de obra de los presos del panóptico, quienes, con escaso criterio, al empastar pasaron por alto tanto los documentos entreverados como aquellos que habían sufrido desmembración.

Por el año de 1777, el virrey Manuel Antonio Flóres encarga a Pedro Quiñones que ordene las cédulas reales de los archivos de Gobierno, Contaduría y Tribunal Eclesiástico, dándoles un orden alfabético, para poder acceder fácilmente a su contenido.

Sobra decir que la documentación fue blanco en distintas oportunidades del motín y la asonada, amén del descuido que en ocasiones le ha brindado la desidia oficial. Un típico ejemplo de la arbitrariedad y manipulación que han sufrido los registros testimoniales ocurrió durante la época de la reconquista española, en el llamado Régimen del Terror (1816-1819): el virrey Sámano, en su huída, llevó consigo a Cartagena la documentación oficial producida por entonces y luego dispuso que fuera trasladada a Cuba, para ir a parar años más tarde a Madrid y finalmente al Archivo General de Indias de Sevilla.

Documentos como munición

Comenzando el período republicano, la documentación también se vio seriamente amenazada. A finales de 1827 la Secretaría de Guerra y Marina se dirige a su homóloga de lo Interior y Relaciones Exteriores, manifestando que en vista de que en ese archivo del Virreinato y de las secretarías de Estado existen "...algunos legajos que son inútiles, y como se necesita urgentemente papel para la construcción de cartuchos, esta Secretaría solicita a Ud. se sirva dar órdenes para entregar al guardaparque la parte del archivo que crea inútil, con el objeto indicado". Por fortuna, la Secretaría de lo Interior se abstuvo de cumplir la solicitud, al estimar que tales documentos "...han sido considerados por el Gobierno como importantes, no sólo por el mérito de la antigüedad, sino porque ellos pueden suministrar datos curiosos, que si no hacen parte de la historia del país, al menos pueden servir para el estudio de las costumbres y el carácter de nuestros antepasados, así como del procedimiento que seguirán en los diversos ramos de la administración pública".

Conviene sin embargo mencionar a José Martínez Carpintero, alcalde ordinario de Santafé, y a Félix José Lotero, escribano de cámara, quienes resguardaron la documentación del Real Acuerdo de los avatares de la guerra. Este último se dirige al rey de España hacia 1817, dando cuenta de la custodia del archivo secreto librado del vandalismo de las tropas.

Ahora bien, el primer intento de organización que se aplicó a los archivos del Tribunal de Cuentas, la Escribanía de Gobierno, la Secretaría de los Virreyes y la antigua Vicepresidencia, luego del incendio del palacio virreinal, fue acometido por Antonio Bernal, a quien años más tarde (1819) el Libertador Simón Bolívar designara archivero del Tribunal y quien sirviera al ramo de la Hacienda por espacio de cuarenta y cinco años. Su labor se inició poco tiempo después de la conflagración y se prolongó por lo tanto hasta el año de 1830.

Los Archivos Nacionales

En 1826, el secretario del Interior, José Manuel Restrepo, sanciona una reglamentación para los archivos de las secretarías de Estado. Los documentos y libros de la Secretaría del Interior se dividirían en tres secciones: Negocios Pendientes. Archivo Secreto y Negocios Concluidos. Estos parámetros darían lugar a la posterior organización de la documentación oficial.

No obstante, sólo hasta la segunda mitad del siglo XIX fue posible que el Estado se decidiera a legislar sobre la constitución de un repositorio para la documentación generada por las diversas actuaciones oficiales, tanto del régimen español como del período republicano. En 1866, durante la administración de Manuel Murillo Toro, se dieron los primeros pasos para la organización del Archivo Nacional. El 13 de agosto se contrataron los servicios del general Emigdio Briceño quien, auxiliado por Manuel Briceño, su hijo, y por dos escribientes, trabajó cerca de un año tratando de organizar los archivos del Virreinato y de las secretarías de Estado. La metodología usada por Briceño para el arreglo de estos archivos consistió en separar los documentos relativos al Servicio Diplomático y lo concerniente a Relaciones Exteriores. A su vez, se organizó el resto del archivo en dos grandes épocas: época central y época federal. Al interior de tales denominaciones se agruparon luego los distintos ramos productores de documentos.

Seguidamente, ya durante el gobierno del general Santos Acosta, se promulgó el decreto orgánico de los Archivos Nacionales el 17 de enero de 1868, disponiendo la reunión de los archivos de las cuatro secretarías de Estado y obligando a la creación de un solo cuerpo documental que se denominó Archivos Nacionales de Colombia, dando lugar además a la Sección 4ª del Ministerio del Interior y Relaciones Exteriores.

En la segunda mitad del siglo XIX también se dispuso la creación de una Biblioteca de Obras Nacionales con documentos donados por Santos Acosta, el coronel Anselmo Pineda, el escritor Manuel Ancízar y el historiador y político José María Quijano Otero. Esta documentación, muy variada, tenía que ver en su mayor parte con los diversos ramos de la Real Hacienda y correspondía principalmente al siglo XVIII y primera mitad del XIX. A ello se agregó un buen número de documentos públicos abandonados en un húmedo salón de la Escuela Nacional de Institutoras y que fueron rescatados hacia el año de 1881 por Luis María Cuervo, con el auxilio del secretario de Instrucción Pública Ricardo Becerra, y trasladados a la Biblioteca Nacional, con el objeto de que conformaran una sección denominada "Archivo Histórico de la Colonia". Según relata el señor Cuervo, se perdieron en aquella ocasión más de veinte metros cúbicos de documentos totalmente afectados por la humedad.

El año siguiente, el gobierno nacional contrató los servicios de Cuervo, quien entregó dos años más tarde esta documentación empastada en más de 700 legajos y clasificada en treinta y seis materias. Este "Archivo Histórico de la Colonia" permaneció como tal en la Biblioteca hasta 1938, cuando se le dio traslado al Archivo Nacional, y desde entonces se la conoce como la sección "Archivo Anexo".

Justamente por aquélla época efectuaba sus primeras visitas al Archivo Nacional Francisco Javier Vergara y Velasco, ingeniero graduado en ciencias militares y quien durante varios años, algunos de ellos como funcionario de la Biblioteca Nacional, elaboró varios índices, especialmente de la documentación colonial. Durante el periodo presidencial del general Rafael Reyes (1904-1909) se contrató el empaste de gran parte de la documentación, librándola de la ruina. La disposición ejecutiva 177 de 1907, decreta la creación del cargo de inspector general de los Archivos Nacionales --Archivo Nacional, Archivo Diplomático, Archivo del Congreso, Archivo de la Corte de Cuentas, Archivo del Distrito Capital--, recayendo esta primera designación en Enrique Alvarez Bonilla.

Luego, en 1920, el presidente Marco Fidel Suárez sancionó la ley 47, "por la cual se dictan algunas disposiciones sobre bibliotecas, museos y archivos y sobre documentos y objetos de interés públicos". Esta ley dispuso: "(Artículo 6º) En cada biblioteca, museo o archivo público se formará, conforme al dictamen de las Academias y con aprobación del Gobierno, una sección especial de libros, documentos u objetos que por su escasez, rareza o valor extraordinario histórico y político, científico o artístico puedan llamarse únicos. Tales libros, documentos u objetos no podrán sacarse del respectivo establecimiento, por ningún motivo ni bajo ninguna fianza. El funcionario que violare esta prohibición es responsable conforme a las leyes". La norma indica igualmente que el gobierno seleccionará metódicamente todos los mapas y cartas que se conserven en las bibliotecas y archivos nacionales para conformar una "Mapoteca Colombiana" que será conservada en los archivos nacionales.

Para entonces, la documentación reposaba en el edificio del convento de Santo Domingo, la que fuera la edificación más imponente de la ciudad de Santafé en tiempos de la Colonia, con hermosos y bien dispuestos arcos que descansaban sobre 182 columnas. Hacia 1936, por absurdo vandalismo oficial, fue demolida esta reliquia arquitectónica para edificar allí el Palacio de Comunicaciones (edificio Murillo Toro) y al parecer se tuvo la intención de enviar el archivo al nuevo edificio construido para la Imprenta Nacional, en la calle 10 con carrera 10, frente a la casa de mercado. En esta época la Biblioteca Nacional ya guardaba en sus instalaciones algo del acervo documental del Archivo Nacional. Al respecto, el ministro de Gobierno de entonces se dirige al director del Archivo, manifestándole: "Ignoro en virtud de qué disposición vino a parar a la Biblioteca esa parte del archivo colonial y, aun cuando he procurado orientarme al respecto, lo único que encuentro es que ya en el año de 1876 se alude a él en el informe del Director de entonces. Pienso, pues, que lo mejor sería expedir una ley en que se ordene la centralización de todos los archivos en el nuevo edificio del Archivo Nacional..."

El traslado no se hizo efectivo, pues la documentación se llevó al Palacio de Justicia, en donde permaneció en condiciones muy deplorables hasta 1938, cuando se efectuó el traslado definitivo al nuevo edificio construido para la Biblioteca Nacional. Además, por el decreto ejecutivo 205 del 30 de enero del año anterior, el Departamento de Archivos Nacionales, que funcionaba en el Ministerio de Gobierno, pasó a ser dependencia del Ministerio de Educación, como parte integrante de la Biblioteca Nacional. Por otra parte, una de las nuevas tareas que debía asumir el Archivo Nacional era la de custodiar y dar al servicio los protocolos notariales anteriores a 1801 existentes en el país, los cuales le serían remitidos.

Finalizando el año de 1938 es nombrado como jefe del Archivo Nacional el ilustre jurisconsulto e historiador Enrique Ortega Ricaurte, quien con ese toque de humanista que le caracterizaba propinó un grande impulso a la institución, dando a conocer numerosos documentos vitales para la historia del país e impulsando la Revista Archivo Nacional. En uno de sus numerosos informes relativos al estado de la entidad, correspondiente al año de 1955, indica que el personal está compuesto por un jefe técnico, un paleógrafo, un primer catalogador paleógrafo, dos catalogadores, dos clasificadores, un ayudante de la sala de investigadores, un oficial del Archivo del Ministerio de Educación, un operador de microfilmación, un encuadernador especializado en manuscritos y una aseadora. Para entonces, la nómina no superaba los tres mil seiscientos diez pesos.

En 1968, cuando se creó el Instituto Colombiano de Cultura, el Archivo Nacional pasó a ser dependencia del nuevo organismo. Finalmente, fue transformado en Archivo General de la Nación en virtud de la ley 80 del 22 de diciembre de 1989, la cual hizo efectiva su creación como establecimiento público del orden nacional, adscrito al Ministerio del Interior. Así se amplían los horizontes del Archivo y este organismo, renovado, pretende influir en los diversos ramos de la Administración Pública, concientizando a sus funcionarios de la importancia que tiene para el país el buen cuidado de los documentos que producen y están bajo su custodia, en todos los niveles gubernamentales, a lo largo y ancho del país.

El nuevo edificio, construido especialmente para que sirviera de repositorio al patrimonio documental de la nación, quedó ubicado en las inmediaciones del Palacio Presidencial y en un sector aledaño al colonial barrio de La Candelaria. Curiosamente, esta nueva ubicación casi coincide con los terrenos que se destinaron inicialmente para el traslado del Archivo Nacional ochenta años atrás, cuando se intentó en 1907 ubicarlo "una cuadra adelante del templo de Santa Bárbara"