Alberto Mayor Mora

Sociólogo, Universidad Nacional de Colombia

Profesor Titular, Departamento de Sociología, Universidad Nacional.

Premio Nacional de Historia, Instituto Colombiano de Cultura, 1996.

En el año de 1850, un cuarto de siglo después de que George Stephenson fundase la línea férrea Stockton-Darlington, la joven nación colombiana se lanzó temerariamente a la aclimatación en suelo patrio de la compleja tecnología del ferrocarril a vapor, sin contar con dos condiciones inexcusables para pensar en un posible éxito, a saber, una industria siderúrgica que le proveyera de rieles, repuestos y equipos, de una parte, y un cuerpo de ingenieros que calculara los trazados y dirigiera las obras, de otra. Sin experiencia en excavación de túneles, construcción de muelles y apertura de zanjas; sin expertos que dirigieran grandes grupos de personas especializadas y no especializadas; sin herreros, mecánicos y fabricantes de máquinas; en fin, sin la idea de la disciplina del horario que imponía el ferrocarril, Colombia entró atada de pies y manos a depender de la tecnología y pericia extranjeras. Tan desventajoso panorama se obscureció aún más con las luchas fratricidas que se tradujeron en una guerra civil cada siete años, en promedio, consecuencia y causa a la vez de una débil presencia estatal en el territorio nacional. Para paliar estas limitaciones, el pueril Estado colombiano debió proceder con extrema liberalidad en las concesiones ferroviarias extranjeras a las que socorrió con toda suerte de exenciones y privilegios, hasta el punto que esas concesiones se convirtieron en sí mismas en una insólita industria de las reclamaciones extranjeras. De este modo, la joven República empezó a crecer al mismo tiempo que las grandes empresas ferroviarias amamantadas con el biberón del laissez-faire, lo que equivalió a acomodar en la misma cuna al bebé y al lobato. Sobre olas tan encrespadas como inciertas es donde se inicia en Colombia el mito del ingeniero cubano-norteamericano Francisco Javier Cisneros.

Con 38 años cuando llegó a Antioquia en 1874 a encargarse del trazado y construcción de su ferrocarril, Cisneros poseía una personalidad decidida y valerosa, a la que no arredraban ni las fieras ni los miasmas deletéreos del trópico, pero tampoco las más feroces fieras y tormentas de la política local, pues venía respaldado por una gran escuela ingenieril norteamericana, curtido profesionalmente con diez años de experiencia ferroviaria y con las cicatrices aún frescas de su participación en una revolución inconclusa. Nacido en Santiago de Cuba, su abuelo militar y su padre abogado le posibilitaron económicamente estudios de ingeniería civil en la Universidad de La Habana y una especialización en el ya famoso Rensselaer Polytechnique Institute de Troy, Estados Unidos. De regreso a Cuba en 1858, ejerció como director y administrador de ferrocarriles de la Isla durante diez años, al cabo de los cuales la vida de Cisneros dio un viraje súbito al consagrarse de tiempo completo a la causa revolucionaria anti-española, encargándose de la dirección del periódico independentista El País y participando en las actividades preparatorias de la conspiración de Yará, en 1868. Perseguido de cerca por los españoles, huyó hacia New York, donde adoptó la ciudadanía estadinense como rechazo a la hispánica, organizó siete expediciones revolucionarias a la Isla, la mayoría exitosas, e incluso publicó el libroVerdad histórica de los sucesos de Cuba.

Incansable en la búsqueda de recursos para la causa, hizo su primer contacto con Colombia en 1870, donde reclutó cerca de sesenta voluntarios en el Estado Soberano del Cauca, con quienes se embarcó hacia Cuba. Pero así como fue de inesperada su adhesión a la revolución, así lo fue su abrupta ruptura con ella, en 1871, recuperando Cisneros su primitiva vocación.

Quien llega a Antioquia en 1874 no es, pues, el revolucionario, sino el ingeniero ferroviario, quien agradecido con Colombia y sinceramente ansioso de ayudar a su progreso material, sin descartar anhelos de fortuna propia, lejos estaba de sospechar que su presencia desataría una verdadera revolución en las comunicaciones y transportes colombianos. Como buen ingeniero, Cisneros era una persona dominante, organizadora e intransigente en asuntos técnicos, lo que lo llevó a ejercer sobre sus subalternos una influencia fuera de lo común, sobre todo en momentos de mayor desaliento, como lo hizo constar el ingeniero C.P. Yeatman al inicio de los trabajos en Antioquia, cuyas perspectivas de fracaso eran inminentes: "Cuando hube contemplado su semblante, todas mis dudas se disiparon. Nadie podía mirar dentro de aquellos claros e impávidos ojos y dudar de que viesen todas las dificultades y de que hallaría él los medios de vencerlas, y observando la expresión de su imperiosa nariz de grandes fosas, cada vez se sentía uno más seguro de que mientras le durase la vida, no se daría aquel hombre un punto de reposo hasta dominar todo obstáculo que le interceptase el camino". Pero no sólo con su carisma personal pensó enfrentar Cisneros los formidables obstáculos comunes a todo concesionario ferroviario del siglo XIX: dificultad para conseguir capitales en el exterior, inseguridad política, retrasos en los pagos gubernamentales, ferocidad del trópico y misérrimas perspectivas del tráfico. Imbuído del pragmatismo de los scholars americanos, disponía de una técnica ingenieril que, aparte de la brújula, el teodolito y el nivel, le aconsejó rodearse de un excelente cuerpo de ingenieros que le acompañaría durante veinticinco años en Colombia, entre quienes se contaron los cubanos Ernesto L. Luaces, Aniceto Menocal y Ernesto J. Balbin, colegas del Rensselaer Polytechnique Institute; Vicente Marquetti, J.F. Pérez y Manuel F.Díaz, experto en el Ferrocarril de Panamá; los ingenieros norteamericanos Thayer, Yeatman, Dougherty, además de maquinistas hábiles de locomotoras como el norteamericano Alexander Henry. Con ellos, Cisneros introdujo e impuso la trocha angosta de 91,4 centímetros, apartándose del estandard internacional de 1,435 metros, pero dando un ejemplo a la inexperta ingeniería nacional de cómo adaptar a la topografía colombiana una norma mundial, ganando agarre en las curvas forzadas aunque se perdiera estabilidad, como lo venía sosteniendo en su escrito "Ferrocarriles de vía estrecha", leído en 1872 en la Sociedad de Ingenieros Prácticos de New York, a la que pertenecía. Tanto en el Ferrocarril de Antioquia como en el de Pacífico organizó el trabajo de las cuadrillas de peones, de carpinteros y herreros, de albañiles y telegrafistas, con base en su cuaderno "Instrucciones acerca de la organización de esta empresa".

Pero pronto el trópico y la política tropical empezaron a rodear a Cisneros. No propiamente el tigre, la mapaná yori, el jején, los zancudos, el nuche, las fiebres delirantes, las avalanchas del Dagua o los embates del mar, sino cuatro guerras civiles e insurrecciones locales que, por ejemplo entre 1876 y 1885, le impidieron al ingeniero cubano llegar a Medellín en 1884, según lo pactado, alcanzando sólo 48 kilómetros y apenas a medio camino. Cisneros fue indemnizado generosamente y aprendio la lección: como el gobierno no cumplía los pagos pactados y las guerras civiles arrastraban tanto trabajadores como obras, lo mejor era rescindir los contratos como lo hizo también con el de La Dorada y el Pacífico. En una sociedad estamental, sin clases sociales definidas como la colombiana decimonónica, donde prevalecía el sentimiento de honor sobre la seguridad de los contratos, los ganoderes eran siempre los concesionarios, como lo confirma el artículo XLV del contrato entre Cisneros y el Ferrocarril de Antioquia: "Aunque Cisneros ha ofrecido al Gobierno del Estado una garantía personal para asegurar el resultado o buen éxito del contrato [...] esto no obstante el Gobierno confiado, como confia con sobra de razón en la elevación de carácter de aquel Señor y en la honorabilidad de sus precedentes, se conforma con la seguridad que resulta de las estipulaciones que asisten en el presente acto, y rehúsa la garantía que ofrece el concesionario".

Ojos más voraces que los de Cisneros vieron en esta debilidad del Estado una oportunidad para montar la industria ferroviaria sin chimineas que actuó por lo general así: se celebraba un contrato entre el gobierno central o regional y un concesionario, generalmente extranjero, contrato que servía como eje de una serie indefinida de modificaciones que cambiaban totalmente el sentido de la concesión primitiva, hechas siempre a favor de la compañía concesionaria que, homogénea frente a un personal del gobierno no siempre idóneo pero sí cambiante, recibía al final fuertes indemnizaciones, muchas veces sin clavar un solo riel. Estas empresas llegaron a ser un estado dentro del Estado, auténticos monopolios de hecho, capaces de enfrentársele, con el respaldo armado de sus gobiernos, como verdaderas amenazas a la existencia de la nacionalidad.

Después de Cisneros, ferrocarriles como el de Antioquia se convirtieron en un verdadero festín de los concesionarios que indignó a los regionales y desató allí la tendencia opuesta estatizadora. Cisneros no abusó, pero entendió que debía adaptarse al trópico calculando como un dato para sus negocios las irracionalidades de la política y la lisonja de los periodistas. Acostumbrado a resolver sus asuntos con el cálculo y a no tomar en serio la mitad de las afirmaciones y sentimientos de los hombres, debió no obstante fundar el periódico La Industria para informar a la opinión pública del avance de sus obras, a la vez que para mantener a raya a sus enemigos, entre quienes se contó la recién creada Sociedad Colombiana de Ingenieros, que le objetó a menudo los estandares utilizados y criticó la caída de sus puentes y muelles. La oposición también provino de periódicos artesanales como El Taller, de Bogotá, que sostenía que el cisnerismo tenía como "objeto explotar el Tesoro con tanta mayor eficacia cuanto sean más urgentes las necesidades de la Nación [....] Los Congresos deliberan y legislan por él y para él; tiene sus entronques en palacio, sus raíces en las Cámaras, sus ramificaciones en los Estados; su número no es muy crecido, pero es fuerte porque tiene la unidad de acción, y cuenta entre sus adeptos hombres de primera categoría intelectual. Este es el partido cisnerista. Tiene, como todos los partidos políticos, sus poetas, sus publicistas, sus oradores, sus jefes y su cola .... Su lema es: Impulso al progreso, mejoras materiales ... lema que sirve de disfraz a esa odiosa mascarada, que ha monopolizado todas las empresas y consumido infructosamente buena parte de las rentas nacionales. Nuestra tierra es tierra de aventuras, y sólo se encuentran en ella bien los aventureros. Más de seis millones de pesos le cuesta a Colombia el honor de que viva en ella el señor Francisco Javier Cisneros, hacedor de ferrocarriles-ilusión". Aunque no del todo injusta, esta crítica rebosaba sentimientos contradictorios de xenofobia y respeto, envidia y admiración.

Porque, en efecto, aunque no terminó el Ferrocarril de Antioquia ni el del Pacífico, iniciado en 1878 y rescindido en 1885 con 27 kilómetros, sin embargo en negocios parecía tener el don de ubicuidad, pues un día estaba en New York o Londres consiguiendo crédito, otro en plena selva reparando un puente, otro construyendo un muelle o un tranvía, otro más en Bogotá enfrentando adversarios y al siguiente en Subachoque instando a la Ferrería de La Pradera a producir rieles, el primero de los cuales se laminó en 1884 en hierro, cuando el estandard mundial era ya el riel de acero. Con su toque de Midas, en 1878 creó la "Sociedad Agrícola y de Inmigración" encargada de colonizar las 200.000 hectáreas de baldíos que la Nación y Antioquia le cedieron; en 1884 fundó "Cisneros y Cia." para construir los ferrocarriles de La Dorada y de Girardot, en tanto que el ferrocarril de Bolívar llegó a su propiedad, fruto de las obligaciones vencidas del gobierno para con él. Fue socio mayoritario de la "Compañía Colombiana de Transportes", que importó modernos barcos a vapor en el Magdalena, y a la cual aportó 92.000 libras esterlinas, o sea, casi medio millón de pesos.

En 1883, Cisneros se ufanaba de su capacidad de endeudamiento: "Respecto a magnitud, mis negocios son tan grandes que necesito grandes facilidades, especialmente por las demoras de pagos del Gobierno: pero las seguridades son también muy grandes, que por una parte las empresas tienen un valor incomparablemente mayor (30 o 40 veces mayor) de lo que debo y la otra lo que yo debo por regla general es lo que me debe el Gobierno". Cisneros asentó sus reales, con su familia, en Barranquilla, más afín a su origen y lejos de la intrigante y seudoaristocrática Bogotá, siendo muy respetado no sólo por el manejo diestro del sable y de las armas de fuego, indicio de una subcultura ingenieril afrancesada al estilo de la Ecole Polytechnique, sino también por el impulso a la modernización de la región costeña mediante el muelle de Puerto Colombia, la navegación a vapor, el tranvía e incluso el fomento a la agricultura.

Pero hacia 1893 los negocios de Cisneros parecían totalmente enredados y contablemente inexcrutables. Después de haber manejado millones de pesos de casas europeas y norteamericanas, las deudas lo tenían agobiado, como en el caso "Diego de Castro y Cía" de New York, con quien la deuda de 1883 por $43.437 oro americano ascendía ya en 1887 a $141.000, debiendo Cisneros solicitar "un acuerdo sobre reducción de intereses, pues al tipo a que sube con los recargos que ustedes vienen haciéndome no disponiendo yo de fondos a mano con que cancelar esa deuda y siendo tan fuerte la cantidad, ningún esfuerzo mío alcanzará a satisfacer el pago".

Cuando en 1898 Cisneros abandonó el país, su fama era inversamente proporcional a su fortuna. En Antioquia, era ya considerado un "héroe del trabajo", ideal anhelado para reemplazar a los héroes militares. Mientras descendía, enfermo, por el Magdalena, llegó a Puerto Berrío, sitio de su primer éxito y de cuyos pantanos debió ser sacado tres veces agobiado por las fiebres tercianas. Quizá entreviera que su ecuación de los ferrocarriles colombianos estuvo mal planteada: en vez de empezar desde la inhóspita manigua hacia las frescas sabanas, debió haber procedido al revés, reduciendo riesgos económicos y naufragios morales. No obstante, la eponimia de la técnica en Colombia lo recompensó manteniendo viva hasta hoy su memoria, al darle su nombre no sólo a una plaza de Medellín, con su estatua, sino también a dos municipios situados en las líneas férreas de Buenaventura a Cali y de Puerto Berrío a Medellín. Aún le quedaban a Cisneros energías para reencontrarse con su pasado revolucionario, pues ya en New York apoyó a los independentistas cubanos con fondos propios y en misiones secretas ante el gobierno norteamericano. No pudo, sin embargo, ver el triunfo de la revolución, pues murió hace cien años, el 7 de julio de 1898, en la metrópoli neoyorkina.

BIBLIOGRAFÍA

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